Ejército enemigo

Ejército enemigo, de Alberto Olmos. PenguinRandomHouseMondadori. Reseña.

Decir Ejército Enemigo, como decir Pussy Riot. Como decir Femen. Gente en contra de todo lo que está a favor de algo. Ejército enemigo es una forma de activismo contra el activismo, un grupo de choque reaccionario que cuestiona con actos de desafuero a la contracultura organizada: malversadores de las partidas de cooperación internacional que han hecho proliferar las ong’s como hongos, profesionales en paro reclinados en ese asistencialismo del estado que ha convertido a una generación de españoles (los más estudiados de las cinco décadas anteriores, según ellos mismos), en parásitos, gente que ha decidido festejar el individualismo en plantones callejeros para luego ir a beber hasta el amanecer y dormir hasta el mediodía, gente que va a cobrar la beca en tiempos de estudio y el subsidio del paro en tiempos de trabajo,  gente que se autoproclama “artista” pero opta por vivir de sus mujeres, o vivir del gobierno, o vivir de la caridad y la solidaridad de los contribuyentes a través de ONGs, gente a la que la crisis económica lleva de forma súbita a recobrar el amor  por sus padres, a sacarlos de los asilos, para subsistir de su pensión o vivir en apartamentos heredados. Gente que protesta contra la gente que protesta.

“Dije: «La solidaridad ha fracasado». Eso dije.
El mapa informativo, el Risk de tinta, incluía aquella tarde una nueva arma, poderosísima. Y era un arma que aniquilaba a mi favor. Una noticia, un estudio, supuestamente neutral y con todos los visos de veracidad, anunciaba a cuatro columnas que el número de pobres en nuestro planeta era mayor hoy que hacía veinte años. ¿Qué más necesitaba yo para arremeter contra todo el tinglado de la solidaridad? Daniel opuso a ese obús brutal el escudo del sentido común: también había más personas viviendo en el mundo ahora que hacía veinte años; pero yo aumenté la potencia de disparo recurriendo a un cinismo casi empresarial: ¿tanto gasto humano, tanto dispendio, para consolarnos con que a día de hoy se mueren de hambre el mismo número de personas que antes? ¿Es ésa una inversión lógica, invertir para no perder más? ¿Después de veinte años de sobredosis de: ongs, asociaciones, consignas, reportajes, películas, libros, líderes, responsables, panfletos, manifestaciones, carteles, camisetas, partidas, cumbres, conferencias, simposios, conversaciones, concienciaciones… resulta que todo sigue estable en el desastre, paralizado en el Apocalipsis?”.

Santiago, el narrador, recibe, tras el suicidio de su amigo Daniel, un sobre sellado que lo convierte en una suerte de albacea electrónico: el sobre contiene la clave del email personal del otro. El natural indolente de Santiago lo enemistó con Daniel, en vida de su amigo. El suicida, un trabajador social de profesión, había sido un luchador a favor de todas las buenas causas contraculturales: no violencia contra los animales, granos transgénicos, asistencia civil. Al husmear en el correo del trabajador social, Santiago descubre que su amigo había atravesado una etapa de contradicciones, crisis y divorcio de las campañas que enarbolaba. En un arrebato místico, se dio a la disidencia y a la reacción. Santiago supone que su propio escepticismo proverbial (a través de una frase letal echó abajo todo) contagió a su amigo y contribuyó a esa muerte en juventud. La autoinculpación dispara la intriga (disfrazada de indiferencia responsable), porque lo hace sentir parte de aquella decisión. Un descubrimiento sorpresivo le hará conjeturar que su amigo no se suicidó sino que fue asesinado por un escurridizo defensor de la solidaridad mundial. Esto lleva a Santiago a indagar las amistades en común, los últimos meses y acciones de su amigo Santiago y a descubrirse un bucle de moralejas que lo convertirán en víctima de su propio invento (el espía espiado). Spoiler más, spoiler menos, ese es el argumento del libro.

“Mi generación fue pródiga en hombres inútiles. La fórmula era sencilla: él quería ser artista y ella le adoraba. Futuros escritores, promisorios cineastas, pintores del mañana, músicos del porvenir, fotógrafos en camino gestaban su obra al calor de una mujer que pagaba las facturas y les enchufaba fe en cada beso. Casi todos eran, también, gente que quería cambiar el mundo. No les gustaba. Les resultaba insoportable. Toda esa gente trabajando y ellos viendo la tele. Toda esa gente haciendo funcionar las cosas y ellos incomprendidos. Eran artistas, sufrían, nadie imaginaba todo lo que sufrían”.

El personaje principal está ausente. Su figura se reconstruye a través del narrador, Santiago, que lo evoca. Santiago, su personalidad, que impregna, contamina y construye el relato y las decisiones de la vida ajena de Daniel a través desde sus conjeturas y de sus vivencias.
Esta selección del narrador es un aspecto relevante, porque los comentarios de Santiago sobre temas como internet, el activismo, el capitalismo, el asistencialismo estatal, la inmigración tocan aspectos que están en el centro de la discusión pública en el mundo: ¿qué nos hizo internet? ¿Cuáles son las trampas del capitalismo salvaje? ¿Es posible cambiar al mundo, revolucionar la sociedad con mensajes en twitter? ¿Qué esconde la financiación de la cooperación y la solidaridad? ¿Los migrantes se aprovechan de las partidas sociales de los estados de bienestar?

“Pensé que eran unos niñatos; que sus vidas estaban atravesando un periodo de autoengaño lamentable, ese puente de plata que lleva de la primera juventud a la primera nómina en una empresa de telefonía. Pensé que no tenían ni puta idea de la realidad, que la realidad estaba esperándolos con los brazos cruzados y riéndose a carcajadas. Que cambiar el mundo era el mejor eslogan de todos los tiempos; que debería habérseme ocurrido a mí para no estar en el último casillero de la vida. Pensé que todo era publicidad, que todos éramos imbéciles, que unos compraban zapatillas deportivas y otros compraban compromiso social, que había tallas para todos y que luego podías colgarlas de algún cable y cambiar de gustos. Pensé (mientras Daniel, ding, Daniel, dong) que a nadie le importaba un problema que no hiciera juego con nada, que no tuviera eslogan ni famosos fotografiándose a su lado; que ninguno de esos chicos y chicas, ni el profe Eduardo, dedicaban ni un solo minuto de su vida a pensar en el conductor de autobús”.

Santiago es publicista y escritor. Pero ante todo es un xenófobo y un hikikomori. La proverbial xenofobia del pueblo español drena por sus frases y observaciones urbanas. Su fascinación por internet y su reducción a paradojas y razonamientos sarcásticos dibujan la conciencia de un personaje para quien los responsables del deterioro del barrio en que vive son los extranjeros, para quien la vida en internet ha suplantado la vida fisiológica. Santiago no puede mencionar un lastre de la sociedad española actual sin agregar enseguida un gentilicio como adjetivo: la prostitución colombiana, la delincuencia ecuatoriana del barrio, el desaseo boliviano, el malgusto peruano, la mendicidad gitana, la astucia africana o rumana para apropiarse de las partidas de asistencia social del estado de beneficio español. Santiago no sabe que los migrantes se han ganado lo poco que consiguen con el sufrimiento, con décadas de lavar baños y cuidar niños y ancianos mientras los nacionales se educaban para el parasitismo y las adicciones. Santiago ignora que los primeros damnificados de la burbuja económica que se revienta son los que hicieron el trabajo sucio, “menestral”, mientras los hijos de quienes la propiciaron simplemente disfrutaban. Santiago navega todo el día por la pornoweb. Santiago cree que el sexo es el motor del capitalismo. Las ampliaciones y comentarios a esas dos ideas obsesivas convierten la narración en ensayo. Pero en un ensayo cínico, cargado de chovinismo.

“Mi barrio era una puta mierda. La gente de mi barrio era una puta mierda. La convivencia entre inmigrantes, nativos, gitanos y policías era una putísima mierda. La integración me daba ganas de vomitar. La suciedad de la calle me daba ganas de vomitar. Las contraventanas y las bombonas de butano me daban ganas de ahorcarme. Las zapatillas blancas que colgaban del cable de enfrente de mi casa me daban más ganas de ahorcarme que todo lo demás junto.
–Tienen su puntito guay, no me digas, hombre.
–¿Lo tienen? ¿Unas zapatillas repugnantes?
Estaba lanzado. Continué con mi teoría de la degradación retroalimentada. Le dije, sin rubor, que ella no sabía lo que era vivir en mi barrio. Le dije que vivir en mi barrio era como vivir en uno de esos países de mierda de Sudamérica. Todo ayuda a la desesperación. No es un barrio de mierda o un país de mierda con buena gente que trata de salir adelante. La gente también es mierda. ¿Qué otra cosa pueden ser? Vivimos rodeados de casas feas y al borde del derrumbe, de situaciones dramáticas diarias, de muebles viejos, comida insana, ropa barata; vivimos a dos manzanas del delito, un piso por debajo de la desesperación, puerta con puerta con la mezquindad moral. El aire mismo está corrupto. La corrupción se pega a nuestra piel, nos posee, se asienta en nuestro cerebro, nos mutila. Le puse un ejemplo. «Yo, en mi barrio, tiro papeles al suelo; sin embargo, cuando voy por tu barrio –dije aposta: tu barrio– no los tiro nunca. ¿Por qué? Porque el fracaso es una adicción.»
–Me siento rodeado de fracasos y fracasados, y acabo alimentando mi propio fracaso y el fracaso de todo mi barrio –concluí”.

A parte de esas manifestaciones directas del racismo español, por otro lado Ejército enemigo incorpora al relato convenciones y retóricas que ha ido estableciendo el lenguaje de internet. El tedio de la navegación obsesiva, las goteras por la que la inteligencia se embota, el desgaste de una mirada voyerista oculta tras una pantalla queda plasmado, aunque sacrificando el interés del lector: descripciones monótonas, que dejan la misma sensación de náusea que tenemos al experimentar una tarde entera de saturación de internet. Esto también está en el centro del debate intelectual transmedia: ¿qué coño nos hizo internet? Como lo sintetiza bien Olmos, esto es parte de lo que nos hizo:

“El principio de internet, como el de la vida misma antes de poner el primer semáforo y abrir la primera prisión, fue un principio salvaje. Todo estaba permitido.
Fuimos cavernícolas pegados a las computadoras. No sólo por la falta de hábito en el manejo de los útiles del nuevo entorno, ni por el diseño pleistocénico de las páginas webs y de sus servicios, sino también por el aprovechamiento de aquel nuevo espacio, de aquella otra vida, para ser secretamente instintivos, nuevos animales al trote.
Pederastia, terrorismo, vejaciones, insultos, infidelidades, calumnias, rumores insidiosos, fotografías privadas sacadas a la luz, vídeos, información sucia, apologías deleznables, homenajes a asesinos en serie, altares a lo atroz, robo de propiedad intelectual, suplantación de identidades, contratación de sicarios, alianzas delictivas, sectarismo, proselitismo de la antropofagia, del racismo, del antisemitismo: fueron días gloriosos. Internet lo inventó Hobbes.
Pero enseguida llegaron las denuncias en los periódicos, la responsabilidad, las normas, los ajustes en la web de marras para que los usuarios la emplearan adecuadamente, los términos de uso, los botones de «Denuncia esto», «Reporta aquello», «Informa de un abuso», «Informa de una infracción», los filtros, los avisos a los padres, la policía especializada, la judicatura especializada, el aburrimiento.
Sin embargo, cada vez que se creaba una nueva web de interacción social, un nuevo invento detrás de tres W, regresábamos durante un instante a aquellos primeros meses online en los que la tecnología más avanzada, paradójicamente, nos retornaba al simio.”

La gente no era menos estúpida antes de internet, ni fue más estúpida después. Lo que hizo internet fue dar herramientas a la vida privada para exteriorizarse. Lo privado se convirtió en una exposición pública. En perfiles, en redes sociales, en comunidades. La niña que sube fotos de sus piernas para sentir que existe cuando sus contactos agreguen comentarios morbosos, ya se subía el ruedo en el colegio, dos centímetros por arriba de la rodilla para arrebatar miradas y conseguir la misma idea de centro de atención, de sublimación. Desde un punto de vista antropológico (parafraseo a Santiago), tal vez no tenga sentido la obsesión del narrador por el sexo en internet. Este libro, el efecto de esa obsesión es estético: el efecto sobre la narración reproduce el tedio de la vida mediatizada por internet. La descripción de las rutinas de Santiago no resultan interesantes en sí. Lo interesante es a dónde llevan esas rutinas. A qué paranoia mental del obseso. El personaje abre preguntas sobre lo que ha hecho internet con la vida intelectual, los ritos sociales, la vida privada de la gente. Como todos saben, lo que cambió internet fue la forma de comunicarse y de informarse. La relación entre emisores y receptores que está mediatizada cada día con dispositivos e hiperconexión. El receptor no es pasivo. El receptor elige el canal. De ahí la importancia del foro, de las redes sociales, de las vitrinas de almacenamiento masivo de datos, fotos, sonidos. De ahí la guerra por el control de la información personal. De ahí la batalla por crear la página de inmersión absoluta que contenga todos los servicios: imágenes, textos, tráfico de datos, nube. Olmos propone una ficción que hace visible los efectos inmediatos de ese traslado de la vida privada a la web, es decir del efecto de internet en la vida de las personas. También ofrece una visión tangencial, controversial, que muestra cualquier acto de solidaridad como parte de un negocio global.
Las dos reflexiones son inquietantes. Pero la más seria, porque tal vez es la que mejor conoce, es su síntesis de los cambios ofrecidos por la web en dos décadas. Cambios en la forma de hacer política, en la economía, en la cultura, en el activismo, en el individuo, y sus paradojas. En internet la memoria parece no caducar. La trampa es que no hay fronteras entre lo que era privado y hoy es público. El linchamiento. El matoneo. La censura digital. El espionaje global. Todo nace de esta confusión y se convierte en una trampa. El hacker reclutado para vigilar el planeta a nombre de la seguridad nacional, descubre que su patrón debe ser desenmascarado (Snowden), para luego ser perseguido por sus antiguos mecenas. Las redes usadas como formas colaborativas de combatir la censura (primavera árabe, liberación de datos y cuentas bancarias en Wikileaks), se convierten en colectividades efímeras por la hipersaturación, por la infinidad de causas que nacen a diario y mueren con una nueva indignación pasajera. La identificación con algo, con un grupo político, ideológico, con una campaña, con una idea, son acogidas por empresarios de derechos civiles, animalistas, oenegeros y toda la industria de la solidaridad y convertidas en ánimo de lucro, cuando no en bases de datos y cifras para la vigilancia planetaria de los dueños de servidores y motores de búsqueda. La pregunta de fondo, hipotética, tal vez sería: ¿qué es el sujeto en redes? Un consumidor. Un espía. Un producto. Una identidad falsa. Como la de Olmos. Como la de su alter ego. Como la que tenemos todos al loguearnos en twitter para intentar hacer de una causa justa un trending-topic que será flor de un día.

“Internet había revolucionado la masturbación desde su llegada, dejando a la altura de cartilla de catequesis las revistas guarras que nuestros ancestros escondían en lo alto de los armarios. Al principio se estimó empresarialmente válido dar el salto a la red con los mismos materiales de siempre, en un copiar y pegar del papel a la pantalla que salvaría la posición ganada por distintas compañías editoras tras años de lucha contra la censura y las madres de la moral. La burda estrategia funcionó hasta que la gente se dio cuenta de que no sólo quería ver pornografía, también quería ser pornografía.”

[Todos los entrecomillados son fragmentos tomados de Alberto, Olmos. “Ejército enemigo.” Penguin Random House Grupo Editorial España.]

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